¿Es realmente el contrato un negocio? ¿O un contrato? Mentiría si os dijera que no he escuchado esta conversación en una comida familiar, o en una barra del bar al abrigo de un café calentito. La mayoría de las veces, la gente aboga por responder que sí, que sí que lo es, y prueba de ello es el hecho de decir que hay dinero de por medio. Tal vez esto sea reducirlo mucho al absurdo, pero realmente, no dista mucho de la realidad, más aún si tenemos en cuenta la definición de contrato como un intercambio de voluntades que produce efectos jurídicos. La doctrina lo define de varias maneras […]
Pero yo, personalmente, prefiero quedarme con la figura del contrato en su máxima expresión como un intercambio de voluntades. Tristemente, no produce efectos como tal desde este punto de vista, ya que son tres los requisitos del matrimonio: capacidad, consentimiento y forma, entendiendo este último como la necesidad de un testigo cualificado. No podríamos hablar de matrimonio como tal como un “Yo, Mari Carmen, te tomo a ti, Julio José […]” mientras hacen cola para sacar unas entradas en el cine. No. Es necesaria la presencia de un testigo cualificado, que será aquella persona designada por la ley para proceder al intercambio de consentimientos, una vez constatado el expediente matrimonial previo. Estas personas serán el juez, alcalde o funcionario en quien éste delegue, o incluso un notario, a los que la ley también permite ser testigos de tan dichoso día. Todo esto, por supuesto, si hablamos desde el punto de vista del matrimonio civil, que es una de las formas en las que en España se permite contraer nupcias. En el caso del matrimonio religioso, será el sacerdote pertinente en los casos de aquellas formas religiosas que están reconocidas en el territorio nacional.
Pero claro, fuera aparte de que esta pieza de la mesa cojea si tenemos en cuenta que no hay matrimonio sin este personaje al lado, tampoco podemos dejar pasar que no tiene contenido patrimonial, como se pretende hacer ver desde fuera por los más escépticos, ya que así lo estipula la propia definición del matrimonio, entendiendo éste como un intercambio de voluntades para un proyecto de vida común. Siendo ésta la definición más básica, no parece que vayamos a encontrar en ella ninguna referencia monetaria, pues donde realmente la encontraremos será en los posibles regímenes económicos bajo los cuales podemos contraer matrimonio, dentro de los cuales, existen tres. Y por supuesto, todos ellos hacen, de una manera u otra, referencia a los gastos, bienes, necesidades y otros términos, todos ellos, en mayor o menor medida, de carácter impositivo, en lo que se refiere a las obligaciones de los nuevos cónyuges, pues, si bien todos ellos obligan al sostenimiento de las cargas del matrimonio, no tienen la misma carga, ni para los miembros del matrimonio, ni para sus ingresos, ni para sus bienes.
Personalmente, aunque mi punto de vista debería ser el de un jurista a la hora de escribir estos artículos, y dejar claro que no hay una posición unánime en torno a la definición, no puedo evitar traer a la mente al amable Graciano, durante la boda de su amigo Bassanio.
- Señor Bassanio, y vos, noble dama, os deseo toda la dicha que podáis anhelar, pues estoy seguro de que vuestras aspiraciones no pueden estar en contra mía; así, cuando vuestras señorías solemnicen el CONTRATO de su enlace, os pido que me permitáis casarme al mismo tiempo.
Desconozco si Shakespeare le haría moverse al pobre Graciano movido por el desconocimiento, o habiendo sabido hacer honor a las palabras de algún jurista de reconocido prestigio. Pero me queda claro que todo se basa, al final, en una voluntad: la de compartir con esa persona especial.
Publiqué hace unas semanas un artículo aquí para dar a conocer esta web, hablando del matrimonio como un contrato, o lo que quisiera que la doctrina lo hay querido llamar en estos momentos. Y nos preguntamos si producía efectos jurídicos, e igualmente dijimos que no dependía tanto del matrimonio propiamente dicho, sino del régimen jurídico que necesariamente iba a acompañar a esta singular institución durante el tiempo de vida del mismo, o incluso después. Es decir, al contraer matrimonio, se imponen una serie de normas de carácter económico, debiendo elegir entre las tres que están reconocidas en nuestro ordenamiento jurídico, a saber, la separación de bienes, el régimen de gananciales, o el menos conocido régimen de participación. El caso, como digo, y desde mi punto de vista, es que el matrimonio no genera de por sí efectos económicos, al menos, no como institución.
Pero, curiosamente, sí que puede producir efectos desde incluso antes de producirse.
¿Cómo? ¿No produce efectos económicos, pero puede producirlos antes de contraerse? Puede, y está basado en otra institución estrechamente vinculada con él, como la promesa de matrimonio. La promesa cierta de matrimonio, concretamente. Esta promesa puede entenderse como un precontrato, es decir, una persona manifiesta a otra, supongo que estando vinculadas por un nexo de amor, que tiene una férrea e inquebrantable voluntad de contraer nupcias con ella. Suena bonito, ¿verdad?
Pues digamos que, unido al viejo dicho de que “uno es esclavo de sus palabras”, y tal y como debería pasar con absolutamente todos los negocios, donde la palabra de uno tendría que ser suficiente para formalizarlo, aquí la negativa tiene también sus consecuencias. Y donde uno podría encontrarse con la tesitura de verse arrastrado por un momento de euforia, la otra persona puede haber dado a luz un sentimiento de ilusión y dicha que le llevaría a pensar, movida por la confianza de esa otra persona, que por supuesto se celebrará dicho matrimonio. Y supongamos que movida por esa promesa, comenzara a preparar el ajuar, comenzara a preparar el enlace… estamos hablando de una serie de gastos para preparar el feliz evento, o destinados a la nueva vida que compartirán los felices cónyuges. Lo que se entenderían dentro de los márgenes posibles de una persona de a pie, movida por la ilusión y la buena fe.
Digamos también que, una vez que al promitente se le pasan los efectos de esa euforia tan fugaz, dándose cuenta de que se avoca a una sagrada institución, no por miedo, ni por falta de madurez, y no digamos ya por falta absoluta de respeto a la palabra dada, decidiera echarse atrás. “Ay, es que no estoy preparado”, tan repetido que parece que se ha convertido en un top 3 de formas de rechazo. Quizás no está preparado para lo que se le viene ahora.
Como decíamos al principio, la ruptura de la promesa de matrimonio por parte del promitente puede dar lugar a una posible indemnización de los gastos a los que hubiera hecho frente la persona que hubiera comenzado a adquirir bienes y servicios con vistas a la celebración de dicho matrimonio, como decimos, dentro de los límites racionales, y acorde a la buena fe.
Dicha indemnización, mucho nos tememos, sería puramente de carácter patrimonial, y haría únicamente referencia a los gastos, lo que significa que no podríamos tener aquí en cuenta un resarcimiento de los daños morales que hubiera de sufrir la persona que ha visto cómo la promesa se diluye.
Desconozco si alguno de mis lectores se habrá visto en alguna tesitura similar, debido a que aquí, en España, la figura de la promesa de matrimonio no está tan institucionalizada como en otros países, donde la promesa de matrimonio, la pedida, en otra de sus versiones, es considera como una parte imprescindible, para lo cual, incluso, hay una ceremonia familiar. Aquí, en España, por regla general, se reduce al simple gesto de hincar la rodilla mientras la persona está de espaldas, esperando a que se dé la vuelta al tiempo que alguien inmortaliza un momento de felicidad y júbilo. Por eso, por así decirlo, la carga de la prueba varía acorde a las circunstancias de cada caso, sobre todo porque no se suele dejar por escrito, lo que la reduce a la presencia de testigos, o a los indicios de la forma que dicho matrimonio iba tomando antes de que llegara el día del “Sí, quiero”. No es un tema fácil, y como podréis imaginar, da lugar a muchos dimes y diretes.
“No nos hemos casado, y ya estamos peleando”. Pues eso…